Bajé por la escalera de tres metros hasta tocar el piso de la jaula sumergida. Sólo entonces me di cuenta que en el camino no había tomado una sola bocanada de aire. Inhalé y empecé a escuchar el ritmo de mi propia respiración. Traté de utilizarla para relajarme. Aún desconozco si lo que me tenía tan exitado era la emoción de ver realizado un sueño de la infancia o la inminente presencia de un tiburón blanco.
Creo que tenía ocho años cuando descubrí en un libro titulado Monsters of the Sea lo que era un tiburón blanco. Su fuerza, su soledad y lo poco que se sabe de ellos me fascinó a tal grado que pocos meses después me había leído todos los libros sobre peces de la biblioteca de la escuela y diseñado sobre cartulinas de color azul una buena cantidad de submarinos que me permitirían nadar junto a mi animal favorito.
Así que 26 años después al fin estaba ahí, en aguas considerablemente frías, con 80 metros de abismo azul debajo de mí, esperando en una jaula, a que apareciera el tiburón de mis fantasías infantiles.
Salen de la nada y pueden desaparecer sus cuerpos de 6 metros en segundos para luego reaparecer por donde menos los esperas. Avistar tiburones blancos es como intentar matar mosquitos: los tienes frente a tus narices y aun así los pierdes de vista. Así pasa con estos peces bestiales; están a dos metros de ti, restregan su poderío en tu cara unos minutos antes de dar cuatro coletazos y mimetizarse con las profundidades como si se cubrieran con una capa invisible. Creo que ese don de ilusionista es lo que más me maravilla y atemoriza de ellos. No volveré a nadar en el océano sin pensar que por ahí podría andar un tiburón blanco aunque no lo vea. Y como dice el capitán del yate en el que fui a Isla Guadalupe para vivir esta aventura, el tiburón más peligroso es el que no ves.
El primer tiburón blanco en mi vida apareció debajo de mí. Tenía la cabeza fuera de la jaula mirando hacia lo profundo cuando noté que un trozo de agua se separaba del conjunto como si le quitaras una pieza a un rompecabezas. Esa pieza tenía forma de tiburón y crecía con cada vuelta que daba en su ascenso hacia mí. Ahora puedo decir con conocimiento de causa que la música de Tiburón es precisa para describir la sensación de un blanco acercándose.
Me sentí Aquamán: comencé a llamarlo telepáticamente y mi caja torácica le quedó chica a los latidos de mi corazón. Cuando estaba a tres o cuatro metros me arrepentí; ok, ok, ahí bueno.
Hizo caso y dirigió la boca al trozo de atún que se utliza para atraerlos. Otra demostración de poder; justo antes morder su presa, levantó los labios para mostrar su dentadura de tres hileras; luego arrancó un pedazo de la carnada con la misma facilidad con que Solanes, mi pez beta, come sus hojuelas Tetra Min o yo parto con los dientes una pieza de finísimo hamachi.
¿Qué demonios tiene que hacer un relato de estos en un blog sobre comer y beber? Pues nada, o quizá sí, porque el viaje trastocó mi apetito por una semana completa. El
viaje de 22 horas en yate a las orillas de Isla Guadalupe no es nada sencillo. Tampoco lidiar con el
agua fría. El punto es que después de una semana de alta mar y grandes dosis de adrenalina regresé tan cansado que a pesar de haberme
quedado otra semana más en San Diego me fue imposible beber café, tomar
vino o siquiera comer en los restaurantes que me habían recomendado
como los mejores de la ciudad. Quizá también venga al caso este relato porque la aventura me permitió tener una experiencia culinaria desde el punto de vista del platillo.
PD.- Como aprendiz de buceo que soy, aún no tengo mi propia cámara acuática por lo que las fotos que aquí ven son de mis compañeros de viaje que fueron muy generosos al regalarme algunas de sus maravillosas imágenes.
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