Media lata de agua mineral y no más de treinta segundos bastaron para que los hielos del vaso pasaran a ser parte de mi bebida. -¿Si pido un whiskey en las rocas también me lo sirven sobre estos hielos de maquina?- pregunté al mesero. -Sí- respondió. Vaya manera de echar a perder un trago.
La importancia en la calidad de los hielos es algo sobre lo que me sensibilizó un amigo norteño que no se acostumbra a los endebles cubitos de pacotilla, casi frappé, que pululan en los restaurantes del DF.
De hecho, cuando como con él me divierto viendo las caras de los meseros que no entienden la excentricidad de pedir un vaso tras otro con hielo hasta el tope, para una misma bebida.
Desde la perspectiva de un norteño, la obsesión por los hielos tiene lógica. Un día de calor puede hacer estragos enormes en quien tome sus bebidas a temperatura ambiente.
Acá en cambio, creo que el clima templado nos ha mal acostumbrado a beber tibio. No es que yo injiera esas cosas, pero ni siquiera una Coca Cola merece ser bebida al tiempo y diluida en agua.
Así como exigimos que el café llegue a la mesa caliente, deberíamos exigir a los restaurantes hielos sólidos que resistan las largas conversaciones que se dan entorno a un digestivo. Hielos que al girarlos en el vaso provocan ese delicioso sonido que te transporta a la barra de una cantina en vez de recordarte el ruido cursi de una sonaja de bebé.
Tip del aprendiz
Porque yo sí veo con cariño a mi Johnnie 18 años, siempre guardo una bolsa de hielos sólidos en la nevera. Hace toda la diferencia.
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