El viernes pasado me encontré frente a uno de esos momentos decisivos en la vida; de los que marcan un antes y un después de. En el food court de un centro comercial fui expuesto por un par de amigos y su pésima cultura culinaria a un combo de Kentucky Fried Chicken.
Fue lo más cercano que he estado en mi vida a la receta secreta del Coronel quién sabe qué. Por aquella leyenda urbana que sobrevive desde mi infancia sobre el pollo que resultó rata frita, mi madre me tenía prohibido comer en el Kentucky y porque no me gusta el pollo y cubrirlo con grasa solidificada me parece asqueroso, nunca me ha interesado introducir la mano en las famosas cubetas del Coronel.
Pero antier estuve tentado. No porque me apeteciera lo que comían mis amigos, sino porque uno de los lemas de este aprendiz de sibarita es "todo lo que se mueve se come" (ver intro del blog) y ese pollo encapsulado en grasa alguna vez se movió... aunque haya sido hace mucho, mucho, mucho tiempo.
Así que hice un esfuerzo por superar mis miedos y... no pude. Con el amor propio en alto podré seguir diciendo que jamás he caído en las alas y muslos de lo que identifico como lo más bajo que ha caído el fast food. El pollo de Kentucky Fried Chicken sigue en la lista de los tres platillos que, teniéndolos enfrente, no me he atrevido a comer. La lista la completan los jumiles y los tacos de suadero.
Sin embargo, la batalla del Coronel quién sabe qué por conquistar un comensal más no está perdida. Según la confesión de una amiga, el puré de papa no sólo sabe bien sino que alivia el dolor estomacal, así que quizá pueda iniciar mi incursión al mundo KFC por el puré. Sólo falta esperar a que me duela el estómago y no encuentre Pepto Bismol por ningún lado.
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