Hace más de 10 años, porque era el único cine en el que exhibían la cinta El cielo protector de Bernardo Bertolucci, fui a parar a ese centro comercial sobre Circuito Interior y Sullivan llamado Plaza Galerías Las Estrellas, donde puedes pisar impunemente unas placas de bronce donde están impresas las palmas de las manos de personalidades del colectivo popular como Cuauhtémoc Blanco, Ricardo Arjona y Raquel Olmedo.
“Es nuestro Hollywood Boulevard región 4”, pensé hace unos días, cuando me volví a adentrar en los pasillos de esta plaza que preserva intacta, como si se tratara de un edificio catalogado por el INBA, su estilo ochentero original.
Pues ahí, en el segundo piso frente a un carrito a medio pasillo que vende exóticos calzones para hombre, se encuentra un excelente restaurante tailandés llamado Bangkok.
Al cruzar la puerta del restaurante uno se encuentra de pronto en un contexto totalmente distinto al de pasos atrás. Un local retacado de recuerditos tailandeses kitsch, donde las bebidas son decoradas con orquídeas de verdad y a los meseros hay que explicarles dos veces las cosas, no por ineficientes (son todo lo contrario), sino porque son tailandeses que hablan poco español.
“Pol nada..., glacias..., pol nada...”, era la frase favorita del nuestro, que todo el tiempo que leíamos detenidamente la carta permaneció a mis espaldas, esperando, con una sonrisa.
La comida en el Bangkok es más bien sencilla, excenta de la sofisticación y pretensión del Thai Gardens o del Thai Bistro, los otros dos restaurantes tailandeses en el DF. Según mi ex vecina tailandesa es comida “real”, que supongo es lo que diríamos nosotros si viviéramos en el extranjero y encontráramos un local verdaderamente mexicano en vez de tex mex.
Pero para todo fin práctico, lo que comimos estuvo realmente bueno: Rollos primavera de camarón, Pad Thai también de camarón y un pescado entero agridulce. La otra delicia fue el precio: 150 pesos por persona.
Se nota el esmero por presentar platillos que estallan en color, a veces demasiado, pero siempre muy divertido, como la media piña rellena de arroz amarillo que pidieron los de la mesa de al lado. Por lo mismo, no es un restaurante como para llevar a un socio, pero sí para ir a comer a gusto con amigos.
Cuando tenía 16 años mis padres me llevaron a Tailandia. El recuerdo culinario que preservo de ese viaje fue el descubrimiento del rambután, una fruta que pertenece a la misma familia que el litchi y que se distingue de éste porque a la cáscara le crecen unos largos pelos rojos. Otro recuerdo de aquel viaje fue haber descubierto que los tailandeses, al igual que los mexicanos, son aficionados a lo kitsch.
Ya mencioné la decoración del restaurante, pero me falta comentar sobre el televisor colocado estratégicamente para que sea visible desde todas las mesas. Tuve la mala fortuna de que ese día sólo proyectaron imágenes de mar, montaña y chicas sexys que acompañaban las letras de un karaoke de canciones cursis y ochenteras. Y digo mala suerte porque la persona que me llevó al Bangkok me contó que hacía unos días le había tocado ver imágenes pero de un karaoke tailandés.
No obstante tuve mi premio de consolación: De un gabinete bajo la barra del bar uno de los meseros sacó un micrófono con un cable suficientemente largo para llegar a la mesa que estaba junto a la nuestra. Desde ahí, sin necesidad de levantarse y entre sorbos de vino, una comensal tailandesa presumía sus pocas dotes musicales. ¿Recuerdan esa frase de abuela que decía “el que come y canta loco se levanta”? Yo tampoco me acordada.
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